Réquiem por una tradición oral: calechos y filandones que hirió la Guerra Civil y mató la televisión en Babia y Laciana

De izquierda a derecha, en el sentido de las agujas del reloj, Conchita López, Margarita Ménguez, Pilar Rivas, Carmen Marentes, Aurelia Valles, Tere Espinosa y Maruja Suárez, reunidas en San Miguel de Laciana.

César Fernández

Hay historias contadas en torno a la lumbre que no se olvidan. La 'tía Maximina' había salido de casa. Tardaba en regresar. Habían aparecido unos lobos que la fueron cercando mientras ella reculaba hasta que la rodearon. Tuvo los reflejos suficientes para sacarse las madreñas y tocar sus clavos para contenerlos. Hasta que llegaron unos hombres armados con escopetas y pudieron librarla. Pero aquella mujer se quedó muda durante ocho días. Carmen Marentes oyó este relato de niña en San Miguel de Laciana. Y, muchos años después, se lo narraba a sus nietos: “¡No veas las nenas cómo comían cuando se lo contaba! Me decían: abuela, ¡cuéntanos lo de la tía Maximina!”.

Carmen Marentes también recuerda a la maestra doña Elena Calzada, de Robles de Laciana, en torno a mediados de los años cincuenta. “El recreo era tocar el pandeiro”, cuenta antes de recitar de memoria una composición en 'na nuesa tsingua' (“de aquella nadie decía pachuezo”). “De tarde facían calecho / ya de noite filandón./ Pa filar ya facer calceta / escarpines ya blanqueta / ya de cousas un montón /al chegar la primaveira / ya nun faían filandones. / Subían el ganau pa la braña / a pacere nos Cascarones”. En esas coplas se encierra la historia de una tradición oral que sobre todo en zonas periféricas y de montaña de la provincia de León como Laciana y Babia tuvo su máxima expresión, que decayó tras la Guerra Civil y que murió con el éxodo rural, los cambios en las formas de vida y la llegada de la televisión.

“¿Qué van a contar los niños de ahora? No tienen nada que contar”, se pregunta y se responde Pilar Rivas mientras ella y otras seis mujeres de San Miguel de Laciana y Lumajo recrean, con aperos incluidos para tejer o cocinar, una escena típica de calecho o filandón en una casona del primer pueblo que fue propiedad desde el siglo XVII de la familia Gómez, comprada en 1895 por Tomás Rodríguez Rodríguez y heredada en 1980 por Carlos Gancedo-Rodríguez Carazo, según datos aportados por el historiador José Luis Gómez Barthe.

“Ha sido un calechín guapísimo”, resume al final del encuentro, todavía con sol en una tarde espléndida de primavera en San Miguel de Laciana, Maruja Suárez. Nacida en plena Guerra Civil, ella sí tiene cosas que contar de una infancia dura pero, al mismo tiempo, feliz en la que le tocó hacer de niñera siendo una niña: “Mis padres iban a la braña a las dos de la mañana y no volvían hasta las doce del mediodía. Yo tenía cinco años. Y tenía que cuidar a hermanos de dos años y medio y de unos meses”. Cuando estas mujeres crecieron, los calechos y los filandones, que también se hacían en otros lugares como la Casa de la Fábrica, de los dueños de Mantequerías Leonesas, ya habían pasado por sus mejores días.

La Guerra Civil marcó un punto de inflexión también para la celebración de calechos y filandones. Después había menos gente y menos alegría porque mataron a muchos, señala desde Piedrafita de Babia, a sus 91 años de edad, Juana Fernández

Juana Fernández nació en Piedrafita de Babia el 3 de enero de 1931, antes de una Guerra Civil que iba a marcar un punto de inflexión también para esta tradición oral. “Después había menos gente y menos alegría porque mataron a muchos”, cuenta cumplidos ya los 91 mientras muestra fotos con trajes de baile. “Gané muchos premios”, presume al recordar que en aquellas reuniones se bailaba la jota y la garrucha. Se contaban cuentos como uno que recita de memoria. Y se jugaba a la baraja (“y al que le tocaba el burro, tenía que llevar al resto montados”, cuenta) o a 'pasa la alpargata'. “Había que ser nones. Uno se ponía en el medio. Los del alrededor se pasaban una alpargata. Y el del medio tenía que adivinar dónde estaba”, explica. El mismo juego adoptaba en San Miguel de Laciana la denominación de 'la xostra'.

La importancia del char

El fuego era protagonista principal de calechos y filandones, que se celebraban principalmente en casas con cocinas grandes y antiguas. Primero se hacía en el suelo, señala Juana Fernández. Las calderetas, sujetadas por las pregancias, solían contener sopa en Piedrafita de Babia: “Y nos decían: ¿Cómo queréis el ajo: machacao o esperriao?”. En San Miguel de Laciana, en la casa La Barraca todavía se conserva parte de aquella estancia en torno al fuego (el char), según muestran los actuales propietarios, Carmina Fernández (de Villarino del Sil) y Felipe Fernández (de Robles de Laciana), de un inmueble que perteneció a Felipe Alonso y Ramona Rubio (de Villablino) y que heredó en 1890 Victoria Alonso, casada con Benigno Rubio (de San Miguel), según relata su descendiente María Victoria Álvarez Rubio.

La narración en torno al fuego era una de las señas de identidad de este tipo de reuniones. Los participantes se reúnen en círculo. Y lo hacen en un plano de igualdad. Todos están a la misma distancia. No hay púlpitos, remarla la escritora y editora leonesa Ana Cristina Herreros

La presencia del fuego no es casual dada su importancia histórica. “Las mujeres en León se reunían en torno al char. De ahí viene la palabra hogar. Muchos de los trabajos comunitarios son femeninos. Por eso ellas son las dueñas de la palabra”, apunta la narradora, investigador y editora leonesa Ana Cristina Herreros. El fuego como epicentro de las reuniones también tiene su significado. “Los participantes se reúnen en círculo. Y lo hacen en un plano de igualdad. Todos están a la misma distancia. No hay púlpitos”, añade Herreros, que también remarca la labor del hilado (de donde viene la palabra filandón), una tarea fundamentalmente femenina de la que se derivan conceptos vinculados a la narración como trama o hilo conductor sin olvidar otros relacionados con el tejido como texto.

El calecho deviene del nombre empleado para bautizar una especie de trampa para los lobos. En una sociedad fundamentalmente ganadera antes de la preponderancia de la minería del carbón, la preocupación por la conservación de los animales que servían de sustento a las economías de las familias resultaba prioritaria. “Y en los calechos se compartían trucos de caza. Los lobos eran para ellos una gran amenaza”, expone la escritora e investigadora lacianiega Mercedes Fisteus. Tanto en sentido real como figurado, muchas veces los lobos eran protagonistas. Que se lo digan, si no, a la tía Maximina.

Como se recitaba en aquellas coplas de la maestra doña Elena Calzada, los calechos eran de tarde y los filandones de noche, antes y después de cenar, respectivamente. “Los filandones son una evolución de los calechos. Y adoptan un carácter festivo. Hay música, bailes...”, relata Mercedes Fisteus, que ha recogido información aportada por distintas fuentes, entre ellas el también lacianiego Gregorio Campelo. Las reuniones comenzaban en otoño y se extendían durante el invierno, aprovechando los meses de menos faena en el campo. Y, como dejaban claro las coplas, “al chegar la primaveira / ya nun faían filandones”.

Relatos con connotaciones

Además del fuego como epicentro y los lobos (y, por extensión, la naturaleza) como protagonistas, en las reuniones había mujeres hilando y haciendo manteca, vino caliente con azúcar, castañas o mazapán. El chocolate con fisuelos se dejaba para días señalados. Se comentaba la actualidad del día. “Los mejores calechos eran en el bar de Regada”, cuentan en San Miguel de Laciana. En cuanto a los contenidos, los protagonistas masculinos “suelen adoptar un papel realista”, mientras que en el caso de los femeninos “ya salen algunos arquetipos”, expone Mercedes Fisteus. Por la noche, en los filandones, las conversaciones podían subir de tono y prestarse a dobles significados con connotaciones eróticas. Los niños se resistían a ir a la cama.

Precisamente la interpretación de relatos con sugerencias de carácter sexual marca una frontera vital fundamentalmente para los niños varones. “Servían para testar que un niño se había convertido en hombre. Lo que te hace hombre es comprender ese doble sentido y asignarle un significado sexual”, afirma Ana Cristina Herreros, quien le da también una repercusión literaria. “La literatura se caracteriza porque es ambigua. Y los cuentos que narraban las mujeres de León sí son literatura porque se da esa ambigüedad”, subraya tras indicar cómo “los narradores leoneses bebieron mucho de la tradición oral” para aplicarla a sus relatos (valga como ejemplo la célebre película 'El filandón', de Chema Sarmiento), si bien puede que la traslación más directa de aquellas narraciones al papel se diera en el caso de la autora de Palacios del Sil ya fallecida Eva González.

El franquismo quiso acabar con las señales que reforzaban la personalidad rural de los sitios, señala la escritora e investigadora lacianiega Mercedes Fisteus al adjudicar a la dictadura una pretensión uniformadora en la que lo diferente era sospechoso

La Guerra Civil trunca en buena medida aquellas celebraciones. La posguerra deja un país herido en muchos sentidos. “La gente vivía con miedo”, admiten en San Miguel de Laciana. Maruja Suárez se recuerda en casa con apenas 19 años vigilando con su madre por la ventana, con la pareja de la Guardia Civil merodeando y su padre y un amigo escuchando 'la Pirenaica'. “Apagábamos la radio. Y luego mi madre decía: ya podéis enchufarla, que ya pasaron”, recuerda ahora entre risas. No fueron los únicos malos ratos. “¡Me cago en los rayos negros!”, exclamó su padre cuando de madrugada irrumpió la Benemérita para atender una denuncia contra unos vecinos por robar unos chorizos. “Yo respondo por ellos”, dijo su padre. “Y a mí me tuvieron que hacer una tila”, concluye ella.

Tras el paréntesis de la posguerra, las reuniones adoptaron un carácter más reducido y familiar. El boom de la minería del carbón también modificó los usos y costumbres de una sociedad hasta entonces marcada fundamentalmente por la tradición ganadera. El éxodo rural fue vaciando los pueblos en una España en la que, además, estaba prohibido el derecho de reunión. “El franquismo quiso acabar con las señales que reforzaban la personalidad rural de los sitios”, señala Mercedes Fisteus al adjudicar a la dictadura una pretensión uniformadora en la que lo diferente era sospechoso.

La puntilla, en cualquier caso, la pusieron los medios audiovisuales. “Más la televisión que la radio”, puntualiza Ana Cristina Herreros. La segunda todavía deja al oyente la incógnita de poner cara a las voces. “Pero cuando irrumpe lo visual y nos da sus imágenes, coloniza nuestro imaginario colectivo”, advierte al recordar incluso en primera persona “reuniones de mujeres en torno a la radio para escuchar 'La saga de los porretas'”.

La televisión los desplazó totalmente. Nos encantaba, confiesan un grupo de mujeres en San Miguel de Laciana, donde la primera secuencia televisiva que algunas recuerdan en un aparato ubicado en el escaparate de un comercio es el asesinato del presidente estadounidense John Fitzgerald Kennedy

La transición la vivió en primera persona Juana Fernández en Piedrafita de Babia. Como si fueran vidas paralelas apenas separadas por unos kilómetros de distancia, también recuerda el miedo derivado de la Guerra Civil y la posguerra. “A mí me daban ataques de nervios”, cuenta. Ella, que había participado en filandones, compró una máquina: “Mi hermana cosía y yo tejía”. Y finalmente puso con su marido un bar, El Tropezón, en la planta baja de casa. “La primera televisión aquí fue la del bar. La pagamos a plazos”, recuerda. El impacto fue inmediato. “A la gente le gustaba más la televisión”, admite.

Los calechos y los filandones perdieron la batalla. “La televisión los desplazó totalmente. Nos encantaba”, confiesan en San Miguel de Laciana, donde la primera secuencia televisiva que algunas recuerdan en un aparato ubicado en el escaparate de un comercio es el asesinato del presidente estadounidense John Fitzgerald Kennedy en 1963. Dado que al principio apenas había televisión en algunas casas, las retransmisiones también eran motivo de reunión, incluso para seguir el boxeo o los toros. Pero aquel aparato atraía ya toda la atención. La televisión había sustituido al fuego como epicentro. Y los filandones, recuperados en los últimos años pero ya en formato de velada literaria protagonizada por grandes autores leoneses como Luis Mateo Díez, José María Merino y Juan Pedro Aparicio, se quedaron en un rincón de la historia.

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