'La compañía'

Photo by Scott Spedding from Pexels

Fernando Paniagua Blanc

En el tiempo de los caminantes solitarios, atónitos todos al verlo pasar, Martín Fidalgo con mochila en el espinazo y anciano en el hombro caminó entre su casa y el polígono industrial, uno cualquiera. En el tiempo de no tocarse, la cadera huesuda del viejo, asomada a la caída de un pantalón de vestir demasiado holgado, le fue rozando la cara desde que lo cargó y a mitad de camino era llaga y, al final, ya sangrante. Con sangre en la cara y sol de mediodía salió de la ciudad y recorrió la carretera escoltada por los girasoles pochos de la subvención. Tomó el desvío y llegó al parking vacío. Sin casi fuerzas, desplomó el cuerpo del viejo, que cayó sobre las líneas de pintura blanca que dibujaban una silla de ruedas en la plaza reservada para minusválidos. Lo miró. Aquel cuerpo magro, sin fuerzas ni para retorcerse, había sido alguna vez, no hacía tanto, un señor fuerte. Y mientras escuchaba el ahogo desesperado del viejo, su tos seca, su no rendirse, Martín Fidalgo vio el cartel sobre el edificio: The Coca-Cola Company.

Sacó la manta de la mochila. La desdobló de un tirón al aire y cayó extendida, aunque se arrugó cuando arrastro el cuerpo sobre ella. Después se sentó cruzando las piernas en uno de los bordes y casi solo, velando bajo el sol del mediodía, sólo esperó (aprovecho para dedicar esta frase a la Real Academia Española de la Lengua y sus tendencias portuguesas: «Últimamente os estáis luciendo»).

***

—Caballero, ya le hemos advertido que debe retirarse. Déjese de numeritos y haga el favor de irse a su casa. Llevamos aquí más de tres horas, por dios, no nos obligue a llamar a la policía —insistió uno de los emplasticados a través del megáfono.

—Ya les he dicho que llamen a quien les dé la gana, pero que no nos vamos hasta que este señor de aquí se bañe —contestó Martín Fidalgo a gritos mientras señalaba al viejo sobre la manta.

El emplasticado hinchó sus cachetes y resopló cabreo. En un gesto brusco, estampó el megáfono en el pecho del otro emplasticado, que lo sujetó, y regresó disparado hacia el edificio. El otro titubeó unos instantes, hasta que se decidió.

—Oiga señor, es mejor que se vaya. Ahora sí es verdad que va a llamar a la policía.

—Déjennos entrar. Si sólo son diez minutos, que se meta en unos de los depósitos o la mierda que sea que haya ahí dentro, esté diez minutos, y después nos vamos. Le juro por lo que más quiero que después nos marchamos.

—Pero señor, ya le he explicado que esto es una planta de almacenamiento. Aquí no hay depósitos, sólo botellas —El emplasticado bajó el megáfono y se quedó pensativo—. Mire, se me ocurre que podría sacarles unas cuantas botellas grandes y, si quiere, puede tirárselas por encima.

—¡Pero él quiere un baño, no una ducha!. Le agradezco su buena voluntad, pero entienda que, ya metidos en esto, no estamos para conformarnos con quedarnos a medias.

—No haga esto tan difícil, señor, por favor.

—No lo hagan ustedes. ¿Tanto les cuesta dar una satisfacción a un pobre viejo moribundo? No sean imbéciles y déjenlo pasar. Si el problema es el dinero, les puedo pagar lo que me pidan.

—Pero, señor, entienda que no podemos hacer eso. Tal y como está podría infectarlo todo. Además, nos despedirían.

—Les aseguro que nosotros no vamos a decir nada y... ¿Qué mierda? Son la puta Coca-Cola. Estoy seguro que pueden desinfectar después, así que no nos jodan más y déjennos pasar de una vez.

—Comprenda que...

—¡No comprendo nada! ¡Qué os den por el culo! No voy a hablar más hasta que nos permitan pasar —y Martín Fidalgo volvió a sentarse a esperar.

***

—La policía dice que están saturados, que mandarán una patrulla en cuanto puedan, pero que no saben lo que tardarán. Bueno, ¿y a ti cómo te ha ido con el loco por aquí?, ¿sigue en sus trece?

—Sigue.

—Coño, está como una puta cabra.

—Pues sí, pero no podemos hacer nada.

—Deberíamos echarlo a palos.

—No sé. El tipo no parece mala persona. Y fíjate; es grandote. No tiene pinta de ser de los que se asustan. Además yo no me quiero arriesgar a coger el bichito.

—Hombre, pues si el viejo está como está, él también debe estar infectado. Y mira cómo lo abraza...como si nada.

—Lo mejor es esperar. Ya vendrá la policía y se los llevará.

—Quizás se cansan antes y se van ellos solos.

—No se irán.

***

Ya había empezado a oscurecer cuando el portón automático se abrió y Martín Fidalgo, viejo al hombro, entró a la zona de descarga de la planta de almacenaje de la Coca-Cola Company. La nave estaba vacía y sólo un bidón grande rebosaba Coca-Cola en el medio. Llegó hasta él con pasos sobrios. «Déjame, puedo meterme solo», le susurro el viejo. Martín Fidalgo se lo descolgó y lo dejó apoyado en el bidón. El viejo se dio la vuelta, y agarrado empezó a desnudarse. Él quiso ayudarlo. «Te he dicho que me dejes hacerlo sólo», gruñó el viejo. Ya en cueros, levantó con torpeza una pierna. Casi se cayó. «Si vuelves a agarrarme te daré un castañazo». Finalmente pudo meterla. Después pasó la otra. Ya adentro, se sumergió hasta el cuello y, en un gesto que Martín Fidalgo no recordaba haber visto en las últimas semanas, el viejo sonrió.

—Vaya, es increíble —le dijo en tono amable uno de los emplasticados desde el corredor metálico elevado que bordeaba la pared del fondo de la nave.

—Ni se lo imagina, —le contestó Martín Fidalgo girándose—.Era su sueño. Aquí el señor ama a la Coca-Cola más que a su familia: más que a su madre, más que a su esposa y más que a sus propios hijos.

—Ya veo. Oiga, pero tenga cuidado, que parece que se está durmiendo y se va ahogar.

***

Al final de la tarde, sin mochila en el espinazo ni viejo al hombro, Martín Fidalgo recorrió el trayecto de vuelta a su casa. Llegó al desvío, recorrió la carretera escoltada por los girasoles pochos de la subvención, paró a comprar cigarrillos en una gasolinera y, al entrar en la ciudad, lo recibieron aplausos. Él no estaba seguro de merecerlos. Estaba mezclado. Sentía la satisfacción del reto conseguido y una profunda tristeza por la muerte de su padre. Una tos seca se le atrapó en el pecho. Eran los tiempos de los caminantes solitarios.

* 'La compañía' es un relato publicado dentro de la iniciativa lanzada por la asociación cultural El Pentágrafo e ILEÓN.COM para recoger escritos con temática relacionada con la actual crisis ocasionada por el coronavirus Covid-19.

Fernando Paniagua Blanc nos cuenta que “El arte es, quizás, sólo un intento por olvidarnos que somos vacas: nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos”. Para él “Escribir es el intento, condenado al fracaso de antemano, de que vivir no sea sólo una cuestión de supervivencia”. En estos tiempos de pandemia reflexiona sobre la situación “Ahora que los altaneros europeos recordamos la muerte es, tal vez, un buen momento para escribir, aunque sólo sea por echarle sal al pasto o por el arrepentimiento de haber vivido como vacas todo este tiempo”.

  • Aquí puedes enviar tu relato a 'Cuentos de cuarentena'
Etiquetas
stats