'Capitalismo imbécil'

Fernando Paniagua

Fernando Pani Blanc

El contact es un juego malabar basado en la manipulación de una o varias esferas transparentes y quebradizas, fabricadas con resina acrílica, un material algo más resistente que el vidrio. Hace varios años que lo estoy practicando con cierta asiduidad. Recuerdo una tarde, hace dos años atrás, que estaba entrenando en la sala de entrada de mi casa, la que en otros lugares se llama hall. El calor amazónico, 41C° a las 16.00 horas en la ciudad del Coca, me sugirió dejar abierta la puerta. No tardó en asomar en el dintel la cabeza de un niño, que aseguró en breve conversación tener ocho años y responder al nombre de Byron.

Las palabras habían parado la práctica y una canción la reactivó. Comenzó a sonar en mi computadora “Cotidiano”, de Chico Buarque, y me animé. Inicié el número con unos trucos de manos: floting o efecto de flotado, una serie de movimientos giratorios en los que, trazando con los dedos cuatro movimientos sucesivos de 90 grados exactos acompañados de la consecuente rotación de la articulación muñeca, se consigue una ilusión de estaticidad que, dicho de una forma simple, hace parecer que la bola flotase sola en el aire. Después realicé algunas transiciones corporales con la delicada bola: por el pecho, los brazos, antebrazos...que combiné con un truco de destacada dificultad conocido como “Chesterton”, que consiste en, sin apenas empujarla, trasladarla desde una mano a otra atravesando las extremidades superiores y, transversalmente, el tórax. Continué con algunos saltos de primer nivel, lanzando la pelota desde mi codo izquierdo al derecho y después devolviéndola; unos equilibrios en el pecho antecedieron a un dificilísimo movimiento giratorio con el que conseguí desplazar la pelota desde el esternón hasta la nuca, desde donde después la impulsé hasta el comienzo del trasero. Allí la mantuve con el cuerpo contorsionado por unos segundos, antes de devolverla con justa potencia por la oquedad que a modo de conducto forman los músculos paravertebrales para hacerla llegar, con una extremada precisión y atravesando la cabeza, hasta la frente. Con el cuello doblado hacia atrás formando un ángulo recto, la bola permaneció inmóvil en la zona frontal unos instantes, hasta que sutilmente moví mi cabeza en diferentes direcciones para posicionarla sucesivamente en ambas sienes, primero; en los huecos de los carrillos, después; y finalmente en el invisible hoyuelo de mi barbilla, desde donde la hice regresar hasta la frente. Con un giro veloz de cuello lo conseguí: coloqué la bola en el extremo superior de mi cabeza, un movimiento reservado para muy pocos y digno del Cirque du Soleil.

Sonreí complacido y le miré. La canción terminó en ese mismo instante. El niño, que había permanecido obnubilado mientras había durado la demostración, se me acercó y, mientras aún conseguía equilibrarla sobre mi testa, preguntó: —¿Cuánto cuesta la bola?

La esfera se escurrió y cayó al suelo. Se hizo añicos. Agarré al niño de los hombros. Lo coloqué fuera. Cerré la puerta.

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