Los ‘niños esclavos’ que el franquismo trajo a León

Alumnos del Colegio San Fernando en Madrid.

Alba Mañanes

La historia de Manuel empieza como la historia de cualquier otro niño, con un nacimiento. Sin embargo su existencia se trunca muy pronto, casi apenas recién nacido, cuando es abandonado por sus padres. Es en ese momento, en 1951, cuando comienza su periplo en el Colegio San Fernando de Madrid, un centro gestionado por la Diputación madrileña, en ese momento dependiente del régimen franquista. Pero su particular calvario no acaba aquí, sino que no ha hecho más que empezar.

Manuel no ha hablado hasta ahora, quizás por vergüenza, o posiblemente por no querer recordar todo lo vivido durante su infancia, que lejos de ser un periodo feliz y sin preocupaciones, se convirtió en una verdadera pesadilla, sin tiempo apenas para jugar, estudiar o recibir cariño, sin tiempo para ser niño. Los deberes se convirtieron en trabajos forzados durante más de 12 horas diarias, días enteros en el campo, atendiendo a los animales, a vacas, a burros, limpiando cuadras y realizando un duro trabajo para el que ni el cuerpo ni la mente de un niño están preparados. Todo esto ocurrió muy cerca de aquí, en un pueblo de León, en la Valdorria, y el de Manuel no es el único caso.

En inicio de esta historia, de la historia de Manuel, comienza en el Colegio San Fernando de Madrid, pero termina en León. De la inclusa en la que fue abandonado pasó a este orfanato gestionado por los Salesianos, pasando antes por una familia de acogida. “A los chicos que abandonaban los padres les llevaban a la inclusa, de ahí a una familia que el Estado pagaba un dinero para que te quedaras a vivir hasta los 5 años y ya a partir de ahí, a los 8 años, te subían a los curas, donde estabas hasta los 18 años”, afirma Manuel, aunque en su caso esto no fue del todo así.

Palizas y abusos sexuales

Palizas también había, yo las vi y también las sufrí, a un chico del colegio le reventaron un oído. A partir de ahí se empezó a hablar del tema, que salió incluso en prensa, afirma.

La primera parada de este particular calvario no fue en León, sino en el propio orfanato gestionado por los curas, en los que las palizas y los abusos sexuales eran la tónica habitual, la forma de educar. “Yo los abusos no los viví en primera persona, pero abusos te contaban. Palizas también había, yo las vi y también las sufrí, a un chico del colegio le reventaron un oído. A partir de ahí se empezó a hablar del tema, que salió incluso en prensa”, afirma.

Aunque algo reticente a contar según que capítulos de su vida, Manuel relata una de esas palizas por lo que él mismo califica de “chiquillería”. “En mi caso no tenía a nadie, pero había niños que eran huérfanos de madre o de padre, y les iban a ver los fines de semana. Volvían cargados de regalos y de comida. Una noche a mí se me ocurrió quitar uno de estos regalos, un bote de leche condesada que compartí con un compañero. El compañero finalmente cantó, dijo a los curas que yo lo había robado. Recuerdo esa paliza como si fuera ayer”, dice.

Coger un bote de leche, seguramente para aplacar el hambre que pasaban en el colegio, le costó a Manuel una descomunal paliza. “Me rompieron el palo de una escoba a palos. Los golpes eran constantes, eran como parte de la educación para aquellos que éramos más díscolos, a otros no les tocaban. Era la manera de domarnos, a base de palos, también te castigaban sin ir al cine, pero sí, había palizas”.

Pero los niños rebeldes no se quedaban mucho tiempo en el colegio, la otra forma que tenían de 'domarlos' desde esta institución gestionada por la dictadura franquista era igual de terrible que los abusos sexuales o las palizas, puede que incluso más. Se deshacían de esos niños problemáticos y los enviaban a trabajar como esclavos ocultando todo el proceso como si se tratase de una falsa adopción. Sin papeles, sin nada, como si se tratase de ganado.

En aquella época, cuanta Manuel, había gente que emigraba, sobre todo a Francia y Alemania, y muchos pueblos, también los de León, se quedaban envejecidos, sin gente joven que trabajara en la agricultura y la ganadería, empleos muy duros que la gente mayor no podía hacer frente. La solución a este problema era sencilla, mano de obra barata, por no decir gratuita, pero también infantil.

Estas familias, cuyos hijos habían emigrado para labrarse un mejor futuro fuera de España, o a grandes ciudades en la geografía nacional, acudían al Colegio San Fernando en busca más que de un hijo, de un esclavo. “Era una adopción ficticia, las familias hablaban con los responsables del centro y a los chicos más difíciles los llevaban a trabajar a los pueblos, por los conocimientos que yo tengo muchos fueron a León”, precisa.

Del orfanato a Valdorria

Uno de esos niños que fue llevado a un pueblo casi perdido en la provincia de León fue Manuel, que fue a parar a una familia sin hijos, formada por Piedad y Benjamín Barrios, que residía en Valdorria. La intermediaria fue una maestra que, en opinión de Manuel, se llevaba una contrapartida económica por buscar a familias 'adoptantes'.

Lo que se trataba no era de adoptar para criar a un hijo, era de tener a un chico en condiciones de trabajar, no querían la adopción de un hijo, era un criado, explica Manue

“Lo que se trataba no era de adoptar para criar a un hijo, era de tener a un chico en condiciones de trabajar, no querían la adopción de un hijo, era un criado”, explica Manuel que dice que su experiencia fue relativamente buena ya que la familia que lo crio no fue demasiado mala con él, aunque reconoce alguna paliza en sus intentos de huir de aquella vida. “Hubo otros que lo pasaron mucho peor, imagínate un niño desarraigado, de 13 años, que no has visto una vaca en tu vida”, añade.

Una 'adopción', por llamarlo de alguna manera, ilegal, y sin ningún tipo de documento, que pudo ser incluso una venta. “Desconozco si el colegio cobró dinero por mí, no tengo conocimiento, creo que no, pero tampoco sería descabellado pensarlo”, afirma. Pese a que Manuel desconoce si se pagó por él, lo cierto es que otro niño del Colegio San Fernando, José Sobrino, afirma en el documental 'Los internados del miedo' que tras sufrir abusos y malos tratos en el Colegio San Fernando de Madrid, fue vendido a una familia de León que le llevó a una vaquería por 1.000 pesetas.

Aunque Piedad y Benjamín se hicieron cargo de Manuel a cambio de que él trabajara durante más de 12 horas al día, ellos no figuraron en ningún momento como sus padres adoptivos y no hubo ningún trámite legal, más que el boca a boca, en lo que fue casi una transacción.

“A mí me cogieron, me montaron en un bus en Madrid y allí me dijeron 'Este niño va a la estación de León'. Llegué a la estación de León y me estaba esperando el señor con el que iba a estar. Esa noche no, pero al día siguiente me montaron en un borrico, no había carreteras y me llevaron hasta la Valdorria”.

En su primer día, Manuel no tuvo que trabajar, le dejaron pasar el día descansando porque, pese a todo lo vivido, considera que la familia para la que trabajó no le trató mal. El día siguiente de su llegada a Valdorria fue seguramente el día en el que Manuel tuvo que convertirse de repente en adulto. Su relación con ellos, con sus supuestos padres adoptivos, puede entenderse si se tiene en cuenta como Manuel se refiere a ellos, “los amos”.

Manuel no fue el único

“Al día siguiente de llegar al pueblo me dijeron, éstas son las vacas. Los primeros días estuve con el ama para aprender todas las labores que tenía que hacer, pero después iba yo solo. Había escuela, pero no para nosotros, nosotros no íbamos al colegio, solo a cuidar el ganado”, asegura Manuel.

Manuel (a la derecha) junto a un compañero en el Colegio San Fernando.

Manuel dice nosotros porque no era el único. En el pequeño pueblo de Valdorria, que en esa época tenía alrededor de medio centenar de habitantes, no era el único niño que trabajaba como un esclavo para una familia que fingía haberle adoptado, sino que había otros dos niños más, y más en los pueblos de los alrededores. “Yo calculo que en la provincia de León podría haber más de 100 niños, yo conocía a los de alrededores. La mayoría éramos chicos difíciles que no nos adaptábamos al internado, en aquella época no había psicólogos. Les resultaba más fácil quitárselos de encima con la excusa de la adopción”.

En su caso, no fue el primer niño que 'adquirió' su familia, sino que había otro menor anteriormente, pero apareció su familia biológica y lo retornaron al colegio. Fue entonces cuando le tocó el turno a Manuel. “Como se había portado bien con él (la familia), por la información de la maestra, que era la intermediaria, y se quedó sin él me mandaron a mí”.

Tenían ventaja (las familias), si no les gustaba ese niño se llevaban otro, como el que va por ganado éste me gusta y éste no. La ventaja que tenían es que si no les gustabas te volvías al colegio, no había nadie que nos amparara, dice Manuel

Como si se tratase de mercancía, de mano de obra más que barata, a la familia leonesa le repusieron al niño adoptado. “Tenían ventaja (las familias), si no les gustaba ese niño se llevaban otro, como el que va por ganado éste me gusta y éste no. La ventaja que tenían es que si no les gustabas te volvías al colegio, no había nadie que nos amparara”, dice Manuel. De su estancia en la Valdorria, Manuel no guarda grandes recuerdos, sin tiempo para ir al colegio y ni siquiera para jugar, exceptuando algún rato los domingos cuando podía escaparse o cuando sus quehaceres diarios le daban un pequeño respiro. Su vida se traducía en trabajo y más trabajo, un periodo en el que asegura lo pasó “fatal”. Tanto es así, que su mente y su cuerpo no pudieron más y dijeron basta. Entonces enfermó.

Las crisis epilépticas comenzaron a ser constantes y acabaron llevándole al Hospital de León, donde tuvo que ser ingresado. Una vez allí, casi como por arte de magia, las crisis desaparecieron. “Cuando me dieron los primeros ataques tuve que ir al médico del pueblo en un burro, no había medios ni nada”, afirma, pero una vez ingresado en el complejo hospitalario los síntomas desaparecieron. “Estuve 15 días ingresado y no me pasó absolutamente nada, estaba allí muy bien, vieron que no me pasaba nada y me mandaron a casa. Fue llegar y volvieron las crisis”.

Una enfermedad que mucho tenía que ver, según algunos médicos le han confirmado posteriormente, con todo lo vivido. No obstante, este episodio le sirvió para poner fin a su tortura diaria. La enfermedad impedía a Manuel trabajar por lo que su familia 'adoptiva' le devolvió al colegio, donde permaneció hasta su mayoría de edad después de haber pasado “dos o tres años” en León.

Adiós a los problemas físicos, pero no emocionales

Su enfermedad no despareció en el colegio, donde siguió sufriendo ataques el tiempo que siguió internado. “Prácticamente vivía en la enfermería, apenas salía, ni hacía vida normal después de haber sufrido varios ataques en el patio del colegio”. Tanto es así, que estuvieron a punto de destinarle a un centro que los Hermanos de San Juan de Dios tenían en Andalucía para niños con problemas mentales.

Pero todo eso cambio y recuperó su salud cuando logró salir de ese infierno en el que se había convertido su vida. Tras abandonar, y esta vez ya para siempre, el Colegio San Fernando, y después de haber recibido tratamiento dos años, los ataques epilépticos desaparecieron. “No volví nunca más a tener episodios de ese tipo. Jamás”.

A pesar de haber superado este problema de salud de forma satisfactoria, todo lo vivido le ha pasado factura a Manuel en su vida cotidiana. “Me afectó muchísimo, igual a otros no. Lo que sí te puedo asegurar que de los casos que yo conozco, muchos han acabado en la cárcel o en el mundo de las drogas, y muy pocos han salido a base de luchar”.

Su relación con la gente ha sido lo más complicado de superar debido a esta situación tan traumática que vivió durante los primeros años de su existencia. “Soy bastante desconfiado, me he forjado un carácter sin ningún tipo de afecto”, reconoce. Crecer sin una familia y trabajando como un esclavo le ha pasado factura tanto a nivel físico como emocional, pero no quiere que nadie le pida perdón, ni busca revancha, solo contar su historia.

“No quiero que nadie diga que mal los hemos tratado. Los afectos que me han faltado no me los va a devolver nadie. Lo he ido superando, pero me reconforta contarlo. Ni quiero recompensa ni nada. Si sirve para que haya gente informada, para que se sepa la historia de aquella época. No busco revancha, ni lo cuento por rencor. Lo que me ha faltado es cariño y nadie me lo va a devolver”, asegura.

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